Un viernes por la tarde, en una casa vacía, con un cuerpo vacío y las manos mordidas, no existe nada que retiemble más que los pensamientos. Las uñas quebradizas y secas, el cabello pesado por la falta de baño y el corazón preguntándose ¿qué pasó? Ya no hay, ni existe confianza.

 El que expresa su cariño con un toque, se limita con la mirada, a través de la luz azul de las pantallas; el que se expresa con palabras de afirmación, no logra entender porqué, por más que hable, nadie lo oye.

 Las palabras escritas en una plataforma donde la gente pretende ser lo que no es, no bastan, no alcanzan su gran punto de quiebre; aquellos que pasan tiempo con sus seres queridos, escuchando la voz de alguien que aman, no basta. No basta. No es suficiente creer que estamos en una dimensión diferente, que esto pasará algún día, que no tenemos otra más que acostumbrarnos. 

Pero ¿a qué costo? Al llegar la noche, las puertas comienzan a cobrar otro sentido. En cuanto las cerramos detrás de nosotros, somos nosotros mismos contra nuestro ego. Él es inquebrantable, de repente nos presiona para entendernos. ¿A dónde vas? ¿Qué quieres? ¿A quién extrañas? ¿No ves las noticias? La voz de las cuatro paredes que te encierran se vuelve más fuerte, imposibles de ignorar.

 Aquí estás seguro, y a la vez no, porque un pedazo de concreto y ladrillo quizá no sea lo suficiente para protegerte de algo que no puedes ver. Apagas las luces, corres a tu cama y desempolvas el único rezo que aprendiste.  Intentas hablar con alguien, pero nadie te responde. Hay un silencio absoluto. Lloras. No entiendes. ¿Por qué a ti? El mundo se muere y tú preocupándote por cómo te sientes. ¿Qué tienes para dar? Ya recibiste mucho, una vida y tiempo para gastar en lo que tú quieras, pero ahí estás, lamentando no haber abrazado, bebido, reído más.

Anhelas un poco de aliento, caricias, calor. Quién iba a pensar que algo tan necesario y humano sería aquello que nos destruiría a todos, después de años de vivir sobre la superficie, sintiéndonos indestructibles, solo nos queda la incesable necesidad de sentir algo para no colapsar.

Páez