Nadia Gutiérrez

 

Recuerdo las palabras de Jessica tan claras que parece que hubiera sido ayer cuando estábamos caminando por ese pasillo de paredes azules, largo, siempre lleno de gente: mujeres detenidas, visitantes, abogados, custodios y personal penitenciario, siempre lleno de ruidos, sobre todo gritos que después comprendí que eran la voz del castigo mismo hecho persona. Caminarlo las primeras veces se hacía interminable, pero justo ese día lo transitamos en un suspiro: “Sí te vas a acordar de nosotras, ¿verdad?” me dijo. “Nunca las voy a olvidar” le respondí y al momento me corregí, “siempre las voy a recordar” para no hablar en negativo. Y, ¿cómo no hacerlo?, ¿cómo no recordar historias que duelen porque a leguas dejan ver las injusticias vividas?

Ese día llegué a casa y me puse a llorar porque la injusticia lo hace a uno sentirse impotente, ¿cómo ayudarlas? Una semana después se suponía que regresaría de la Ciudad de México a Guadalajara a “transcribir la información recolectada” en mi trabajo de campo de la maestría, “analizar los datos” y “escribir los resultados”. Hoy me doy cuenta de que a los libros de metodología se les olvida que los que nos damos a la tarea de conocer las distintas realidades sociales somos humanos, ¿o será, más bien, que a los mismos investigadores se les olvida que son humanos? El punto es que no pude. No pude hacer todas esas tareas propias de la fase posterior al campo porque es imposible mostrarse indiferente, al menos cuando uno escucha y reconoce la experiencia del otro, ante la tristeza, el abandono, la injusticia, la nostalgia… Preferiría no hacerlo, pero aún así, aquí estoy.

Roger Ortega

Roger Ortega

Jesús Valverde Molina, profesor de la Universidad Complutense de Madrid y estudioso de los efectos subjetivos del encierro cuenta que cuando sus estudiantes le dicen que quieren ir a trabajar a una cárcel, él les regala un par de tenis y les dice: “para trabajar en la cárcel, primero hay que caminar la cárcel” (relato tomando de Suárez y Frejtman, 2012)1. Para mí, caminar la cárcel implica que uno, invariablemente, tiene que vivir, desde la posición propia, la cárcel. Vivir la impotencia, la indignación, el cinismo de un sistema que se encuentra muy cómodo en el lugar en dónde está, que sólo por momentos finge que le importa buscar el cambio.

La primera vez que yo caminé la cárcel fue en la prepa. Estaba en el último semestre y tenía que elegir, entre varias opciones, un lugar para ir a hacer servicio social. Una de esas opciones era el tutelar y elegí ir ahí. Iríamos una vez por semana. Recuerdo que cuando le conté a mi mamá, me preguntó por qué había elegido ese lugar, que hubiera elegido otra cosa como ir a un asilo o algo así, pero yo me sentía bien con mi elección. Una vez por semana el profesor, otros nueve compañeros y yo salíamos en una van blanca rumbo al tutelar. Estábamos ahí como dos horas y luego regresábamos al colegio. En realidad no hacíamos mucho, al entrar, nos separaban, los hombres se iban al área de hombres y las mujeres nos íbamos al área de mujeres, que cuando nos tocaba ir las encontrábamos en un salón haciendo bolsas y carteras. Nosotras llegábamos y nos sentábamos a platicar con ellas.

Una vez, me senté a un lado de una chica que estaba tejiendo una bolsa. No recuerdo mucho sobre qué platicamos, pero sí recuerdo que al contarme la razón por la que se encontraba ahí, me dijo: “porque le robé una cartera a una chava…. así como tú”. Su respuesta me dejó enmudecida, pensativa, entristecida. Esa fue la primera vez que abrí los ojos al mundo real, al que es desigual, el que se sufre, al que estaba fuera de mi casita de cristal.

Desde entonces comenzó a gestarse en mí un inmenso mar de cuestionamientos que todavía no logro responder, pero que quisiera compartir. Contaré una anécdota que me ayuda a explicarlos: En diciembre del 2015, en Buenos Aires, un día, mientras lavaba la ropa, escuché a una niña, de unos 6 años jugar con su mamá. En el juego, la niña exclama: “¡un ladrón, un ladrón!”. La mamá empezó a hacer el sonido de una sirena de policía, mientras decía: “¡tenemos que ir a defenderlos!”. ¿Cómo habrá defendido la mamá a ese alguien que estaba siendo asaltado?, ¿qué explicación le habrá dado a la niña sobre el por qué hay gente que roba?, ¿le habrá dicho que los ladrones son gente mala, anormal, criminal, desviada…?, ¿le habrá dicho que merecen vivir (si es que merecen vivir) el resto de sus días encerrados, torturados, ultrajados, humillados?, ¿le habrán dicho que merecen el peor de los castigos? Esta última pregunta me recuerda una reflexión que hice en el 2009, cuando participé en otro proyecto en cárceles como estudiante del ITESO.

Una de las consignas que nos dejó el profesor fue elegir del libro Vigilar y Castigar de Foucault, aquellas citas o fragmentos que nos hubieran resultado más significativos. Una de las citas que yo elegí fue la siguiente: “[…] no castigar menos, sino castigar mejor; castigar con una severidad atenuada quizá, pero para castigar con más universalidad y necesidad; introducir el poder de castigar más profundamente en el cuerpo social.” (p.86)2. El profesor nos pidió escribir una reflexión por cada cita elegida. “¿Verdaderamente existe una forma “mejor” de castigar?” Esa fue mi reflexión hace siete años y esa sigue siendo mi reflexión ahora; la gran cuestión incomprensible, ¿verdaderamente existe una forma de castigar mejor? ¿Habría que castigar a alguien por salir de la normalidad siempre maléfica, siempre malvada? ¿Cómo construir una sociedad en la que no se castigue, encierre, discrimine, deshumanice?

La segunda vez que caminé la cárcel fue en el 2009, mientras estaba cursando la licenciatura en psicología. Como parte de las prácticas profesionales estuve participando en un Proyecto de Intervención Profesional (PIP) en el centro penitenciario femenil de Puente Grande, Jalisco. Ahí estuve, junto con otros compañeros y compañeras impartiendo talleres de habilidades sociales e inteligencia emocional a las chicas del centro durante un año. Mis pasos por el tutelar, me abrieron los ojos al mundo real, pero puedo decir que la mayor enseñanza que me dejó el haber transitado por el femenil fue abrir paso, por primera vez en mi vida, a la alteridad. Carlos Skliar, quien ha sido un gran maestro de vida para mí, una vez escribió: “si el otro no estuviera ahí […] no seríamos nada […] sólo quedaría oquedad y la opacidad del nosotros […]” (2003, p. 23)3. Durante el año que duró el PIP, pude encontrarme con historias tan diferentes, pero que al mismo tiempo me hacían sentir cada vez más cercana a cada una de ellas, cada vez más semejantes, puesto que compartimos la misma fragilidad humana. Desde aquel entonces no pude dejar de ver este mundo, dejarme escuchar y dejarme encontrar en estas historias.

Historias como la de Hilda, una señora de unos 70 años que conocí en uno de los talleres del PIP en el que ella participaba. Ese día trabajaron en una actividad que consistía en que hicieran un modelo miniatura de su casa usando palitos de madera. Yo miré a Hilda y detecté por los gestos de su cara una sensación de disgusto, apatía, desconfianza, así que decidí acercarme. No se dio cuenta que me acercaba, miraba los dos palitos que sostenía entre sus manos mientras fruncía el ceño. Le pregunté la razón por la que no había empezado a hacer su casa. Con cara de angustia y enfado Hilda me dijo: “no sé cómo, aparte, ya no me acuerdo cómo es mi casa.” Tras años de vida en prisión, Hilda no podía ni recordar cómo era su casa, sus palabras resonaban en mi oídos y retumbaban en mi corazón, me pregunté: ¿qué me tendría que pasar para llegar a tal grado de degradación? ¿Por qué tendría que pasar para llegar al grado de olvidar mi casa? “Estar aquí es morir en vida,” me había dicho otra persona ese día; ahí con Hilda, no lo dudé ni por un segundo.

O historias como la de Carmen, que llegaba al salón donde se realizaba el taller cargando varias bolsas con cosas y que, según nos platicó, cargaba con ellas siempre porque no le gusta estar en la celda, no le gustaba sentirse presa; o Blanca que vivió años en una relación violenta, hasta que un día su esposo se fue y ella cayó en una depresión profunda. Contaba que se emborrachaba todos los días e incluso llegó a querer ahorcarse, días después la detuvieron. Pasó dos años sin ver a sus hijos y tuvo que aprender a vivir con ese dolor, tuvo que aprender a aceptar las lágrimas que inevitablemente rodaban por sus mejillas cada vez que veía la única foto que tenía de ellos que, después de un tiempo, logró que le autorizaran ingresar al penal. La cárcel te interpela y te invade a cada instante; compartiendo el sentir de Rita Segato (2003), “una vez que uno entra a interesarse por ella, la cárcel […] lo prende a uno de una forma tal que no es posible ya abandonarla” (p.3)4.

Mónica Vargas

Mónica Vargas

Unos años después de haber terminado la carrera, en el 2014, me fui a estudiar un posgrado a Buenos Aires y fue ahí que comencé a caminar la cárcel desde un lugar que hasta entonces era inimaginable para mí, el de la educación en contextos de encierro punitivo. La primera vez que pisé uno de los centros universitarios en la cárcel, el del Centro Universitario de la Universidad de San Martín (CUSAM), me hallé con un lugar de resistencia y transformación, un lugar de esperanza.

Ese día también llegué a mi casa a llorar, pero esta vez de una extraña sensación de felicidad, como cuando uno logra ver un rayo de luz. Fue a partir de entonces que decidí poner el cuerpo y el corazón desde ese lugar, desde la educación como espacio posibilitador de otras historias; sin embargo, también me llevó -y me sigue llevando- a encontrarme con una experiencia de encierro que pesa. Un educador en cárcel de Argentina, una vez dijo: “para cualquiera que ingrese a la escuela de la cárcel hay una experiencia del encierro: se va haciendo carne a cada paso” (Citado en Suárez y Frejtman, 2012: 69)5. ¿Cómo hacer que la cárcel no se haga carne, sin que al mismo tiempo pierda uno su humanidad? ¿Cómo hacer que la cárcel no se haga carne, pero al contrario, que se convierta en ganas de resistir ante la injusticia? Dejar que la cárcel nos pase por el cuerpo, para mí ha sido también una forma de comprender la crueldad que la enorme desigualdad en la que hoy vivimos destruye algunas vidas (o quizás todas).

Vidas, por ejemplo, como la de Alicia, una chica que engañada por la ficción de que tener una vida mejor significa tener mucho pero mucho dinero para ropa, zapatos de marca y automóviles de lujo, comenzó a transportar sustancias ilegales de un estado a otro por el norte del país. En aquel entonces Alicia tenía 16 años. Yo, 15. ¿Qué hicimos diferente ella y yo para merecer vidas tan distintas, destinos tan inmensamente separados? Ella haciendo negocios para lograr la vida “soñada”. Yo planeando junto con mi prima nuestro viaje al entonces DF para ver a los Backstreet Boys, riendo en los recreos de la secundaria con mi bolita de amigas y recordando el show de fuegos artificiales Fantasmic que vi en Disney World. ¿Cuándo dejaremos de creer en la ficción de la meritocracia?, esa que convierte a unos en soldados en una contienda interminable y a otros en exitosos médicos o abogados o ingenieros…

¿Cómo podríamos pensar en otras formas de vincularnos con lo humano, con los humanos, con nosotros mismos?

1 Suárez, D. y Frejtman, V. (2012). Entre la Cárcel y la escuela: Campo de tensiones para la inclusión educativa. Buenos Aires: Centro de Cooperación Regional Para la Educación de Adultos en América Latina y el Caribe.

2 Foucault, M. (1976). Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. México: Siglo XXI.

3 Skliar, C. (2007). Y si el otro no estuviera ahí?: notas para una pedagogía (improbable) de la diferencia. Buenos Aires: Miño y Dávila.

4 Segato, Rita. (2003). El sistema penal como pedagogía de la irresponsabilidad y el proyecto” Habla preso, el derecho humano a la palabra en la cárcel (No. 329). Departamento de Antropologia, Universidade de Brasília.

5 Suárez, D. y Frejtman, V. (2012). Entre la Cárcel y la escuela: Campo de tensiones para la inclusión educativa. Buenos Aires: Centro de Cooperación Regional Para la Educación de Adultos en América Latina y el Caribe.