La vida a través del recuerdo

El yin y el yang, el positivo y el negativo, el blanco y el negro, la luz y la oscuridad. La eterna división en la que algunas filosofías se basan y al final puede ser tan simple como que son parte de lo mismo. Con el negativo y el positivo tenemos una batería; con el blanco y el negro conseguimos tonalidades de gris; gracias a la luz y oscuridad podemos disfrutar del eclipse solar. Es un espectáculo sin igual, sobre todo cuando se tiene alrededor de 10 años de edad.

En el noticiero aseguraban que no lo podíamos ver; seguíamos la nota en la TV. Cuando de pronto notamos la agitación de las aves, salimos a la cochera y se percibió que la temperatura descendía. La interrupción de la sensación de la soleada tarde se extinguía, solo era un recuerdo.

Era prácticamente de noche a las 3 de la tarde, nunca antes había visto las luminarias de la calle apagadas de noche, era como estar parado en la cochera de la casa a las 3 de la mañana y a esa edad, esa sí que era una experiencia.

Pensé en entrar por un suéter, pero supuse que si entraba a la casa me perdería de algo; no me arrepentí, la sensación cambió al otro extremo, era el mismo sereno que normalmente me acompañaba camino a la escuela, solo que un poco más intenso y mucho más breve. Sin pasar por alto las vastas recomendaciones de no ver directo al sol, viví la puesta de sol y el amanecer en unos pocos minutos. Tuve emociones, entre ellas incertidumbre por el imponente espectáculo natural y porque no comprendía el suceso. Volteé a ver a mi madre y percibí asombro, gratitud por poder presenciar el fenómeno, y tranquilidad. Es un bello recuerdo que guardo conmigo y en el que mi madre está presente con tal vez el mismo asombro que hubo en mi ser.

* * *

 

Si el pasado provocó el presente y el presente planea el futuro, es el pasado el que bien puede reflejar el futuro.

Cuando el sol permitía que la temperatura bajara, nos reuníamos en una cancha de fútbol y lo mismo pateábamos el balón y con él una piedra que un montículo de tierra. Las porterías en los postes eran de un alto diferente al centro y no era el travesaño, era la pisoteada casi escarbada zona del portero. La mitad de la cancha daba la impresión de ser cancha de arena, la otra mitad cualquiera diría que es un camino por el cual transitan caballos y carretas; esto favorecía la velocidad y para nada las caídas.

Era común jugar en ese espacio salvo por los fines de semana que observábamos jugar a los veteranos. Solía ser un centro de aprendizaje porque ante la carencia de velocidad y resistencia tocaban el balón de forma eficiente y elegante. El grupo de amigos nos divertíamos con poco y reíamos en grande.

Me dirigía a encontrarme con ellos y observé a la distancia sus miradas, cada una en un ángulo diferente, carentes de movimiento, sus rostros no tenían expresión y no invitaban a la convivencia. A unos pasos de ellos, se me ocurrió la fantástica idea de comprimir mi algodón de azúcar y cuando caí en cuenta de la tontería que había hecho, solo tenía una bolita rosada de azúcar del tamaño de un borrador de migajón; la realidad es que notaron mi cara tristísima y con ello aporte el material para las risas.  Por mi pobre intento de expandirlo, lo único que conseguí fue comer mi algodón de azúcar a pellizcaditas. Por supuesto no sabía igual, sin embargo, a los 12 años de edad eso no es tan importante.

Hay quien asegura que el hombre madura cuando deja de sorprenderse, pero yo considero que  cuando el hombre pierde la capacidad de sorprenderse, una parte de él muere. El niño interno, la parte emotiva, aquello que nos permite reír con poco, el simple factor feliz.

En este momento, cuando tenemos nuestra hora de deporte, ahora es un grupo de adultos que jugamos basket y lo hacemos por diversión, sin llevar cuenta del daño en el marcador; solo es nuestra salida al estrés cotidiano del lugar y se puede dar rienda suelta a correr, así como si fuese un escuincle jugando a ser grande.

Si algo pudiera decirle a ese niño sería: Trabaja hoy para que seas el adulto que merece un niño como tú.

* * *

El sol era inmisericorde, el viento se dejó llevar por el egoísmo y no pude evitar notar la complicidad del concreto de la banqueta y las suelas de mis zapatos. El verano en la ciudad no es un buen compañero para ir rumbo al trabajo, y menos aún cuando llevas de la mano la frustración de ir con el tiempo demasiado justo. A la espera del transporte público, noté que alguien caminaba rápido, más que los demás y eso no era de llamar la atención.

Sus zapatos de viejito, esos que parece que al seleccionar se piensa: ¿Los quiero cómodos o bonitos?, se veían muy cómodos. Un pantalón de mezclilla y una camisa cuadriculada en manga corta y el problema, estoy seguro, no era falta de espejo en casa. La guitarra que descansaba en su espalda rebotó cuando una caja gris lo detuvo en seco al impactarle el pecho; el hombre dio dos pasos hacia atrás. Quise aproximarme a ofrecer algún tipo de ayuda, sin embargo, fue él quien me ayudó.

No me moví, no pude. Tras pasarse la mano por el pecho un par de veces, se acomodó las gafas oscuras y la guitarra y “observó” el porqué de su error; su rostro dejaba ver el ceño fruncido, la cabeza ligeramente inclinada a la derecha y su mano derecha la que sostenía un bastón plegable de aluminio con una ruedita metálica en el extremo inferior, se movía lento hacia adelante y a los lados. Ese movimiento suavecito le permitió darse cuenta de que la caja en color gris con líneas de teléfonos de México estaba sostenida con un poste y su bastón no lo percibió.

El hombre al parecer comprendió lo sucedido y se rio, moviendo la cabeza de un lado a otro, como quien busca algo que tiene en la mano. No parecía molesto; se alejó con el mismo andar seguro y paso firme, a prisa y con una sonrisa. Justo la bofetada que necesitaba para reaccionar, eso necesitaba y eso obtuve.

Existe la creencia de que con la prueba viene la solución, que con el fracaso viene la enseñanza. Sin embargo, una gran verdad es que quien quiere aprende, aún en la experiencia ajena.

¿Cómo puede un discapacitado visual enseñarme a ver? Estoy seguro de que aquel hombre ya había caminado el trayecto, de lo contrario no creo que llevara ese rápido andar, aun así consiguió conocimiento nuevo de lo ya recorrido.

Siento cierta tristeza pensar que el hombre nació sin poder ver, ¿De qué manera le describo el azul de la inmensidad del cielo?, ¿Cómo le muestro con palabras una puesta de sol cuando baja y parece ocultarse en el vasto mar y sus múltiples colores?, ¿una aurora boreal?, ¿un eclipse de sol?

Aunque pensándolo bien, él sentiría lástima por mí, seguro me diría: ‘Tú, con los dos ojos sanos eres incapaz de ver. ¿De qué manera te explico cómo se utiliza la perseverancia, cómo se adquiere el optimismo aún en la carencia, de dónde se saca el valor de vivir a pesar del dolor? ¿Cómo te hago entender que la auto comparación estorba al igual que la arrogancia y envidia?’… y tendría razón.

* * *

Cuando por las tardes padre e hijo salieron a caminar, al regreso a casa el pequeño renegaba, trataba de convencer al padre para que lo llevara en brazos a casa argumentando cansancio. Un buen día sucedió lo esperado: El adulto le dio a su hijo un caballito de palo.

El niño feliz tomó el caballito y como si lo montara corrió por todo el trayecto en distancias cortas, iba y venía corriendo, recorrió una distancia muy superior a lo que caminó el padre. El caballito de palo le dio ánimo al joven y de cierta manera lo fortaleció para seguir adelante y  llegar a la meta, que era su domicilio.

En la base de lo que soy, en la raíz de mi ser, mi caballito de palo es mi madre por su ejemplo de toda la vida y la congruencia entre sus actos y lo que dice. Mis hermanos tienen ese poder positivo y alentador sobre mí, en el sentido en el que deseo dar un buen ejemplo, lo más digno posible, muy a pesar de mis errores y tropiezos.

 

Ese hombre invidente que no sabe de mi existencia y nunca supo que lo vi golpearse, tampoco sabe que hoy, 20 años después, se cuenta esa anécdota y se saca una enseñanza. Ese hombre sin saberlo me dio ánimo.

Es cierto que ‘choqué’ por ‘no ver’, sin embargo, camino con una sonrisa y obtengo fuerza de mi familia y ánimo de varias personas, y como de todos se aprende, de algunos obtengo un ejemplo y experiencia.

El ciclo vital es solo un suspiro, la vida pasa en un parpadeo y le cedo toda la razón a Oscar Wilde, quien aseguró que el hombre envejece muy rápido y para cuando obtiene experiencia es demasiado tarde.

Desde la reclusión de mi cuerpo, habla mi pasado y muestra un pasadizo por el que sale mi mente y emanan emociones que intentan humanizar a un ser que cometió un error que dañó a los de su casa.

Es de noche, está oscuro, pero veo la claridad del pasado mezclada con la luminosa esperanza del futuro; tal como fue sentir el frío de la noche y la caricia del fresco amanecer en unos minutos, solo espero a que como creían los antiguos, el sol venza a la luna y todo estará bien o mejor que antes. Mi familia sigue conmigo y conocí personas que ven con objetividad los problemas, trabajan por un futuro y disfrutan del hoy.

Solorio

Tu partida

El dia que te vestiste de valor y emprendiste tu viaje con pasos firmes, hasta la jaula donde el tigre estaba cautivo y herido para darle la estocada final con una despedida que solo tu sabias porque la idea ya había hecho nudo en tu mente y te empujó a convertirla en acto… 

Ese dia la escalera que tantas veces te sintió bajar, notó que tus pasos no eran los mismos, eran firmes y en marcha de guerra, aplastando el pasado con gran frialdad y pateando el futuro como cuando no hay una mañana, entonces deduje que no volverías más. 

Las flores estaban contentas al percibir que tus intenciones eran no volver porque cada día que aparecían en el jardín, ellas morían de envidia porque ninguna de ellas vestía como tú. Ni una sola se pintaba de colores tan hermosos como lo hacías. No soportaban que tu piel era más suave que la del alcatraz, tu aroma era mil veces mejor que el de la rosa más joven y fresca. El girasol tenía que buscar al sol ya que él estaba ocupado acariciándote. Los tulipanes se escondían de pena por tu impecable belleza, las margaritas murmuraban entre ellas y te criticaban tu cabellera que ondeaban al viento. Eras la flor más bella del edén. 

El espejo fue cruel y comentó que no veía mejor a tu lado, que juntos era el mismo reflejo del amor encarnado, que sin ti solo era una silueta de lo que fue, solo el envase  vacío de lo que un día estuvo lleno de ilusiones. 

El viento intentó consolarme. Me dijo, ‘no te preocupes, a donde ella vaya, yo la voy a acompañar. Le diré al oído que allá atrás dejó un hombre que la ama y la extraña. De vez en cuando volverá contigo su aroma para que tus sentidos se alegren.’ 

El corazón me reclamó, me insultó, ‘IDIOTA, ¿cómo pudiste perderla? La cansaste con tantos errores, ¿por qué yo debo de pagar  por eso? ¡Yo la quiero! ¡ Yo la amo! Me hace falta, no sé qué haré sin ella.’

La conciencia dijo, ‘Te atormentaré por todo lo que hiciste.’ 

El miedo dijo, ‘Te acecharé en todo momento.’ 

La soledad dijo, ‘Es tiempo de pasar juntos, quiera o no.’

El amor gritó, ‘¡Callen todos! Y tú, tú mantén la esperanza y prepárate para ser un buen hombre por si el destino se apiada de ti y quiere ponerla frente de nuevo.’

Paul

Consecuencias en cadena

UN NARQUILLO DE LA COLONIA ANDABA ECHANDO BALA, PERO LO QUE LE ENCONTRARON FUE DROGA

Ese fue el encabezado con el que fue señalado Armandito en las primeras planas del periódico local, y ya ven como el gritón del barrio siempre calienta el chisme. 

Era un domingo por la mañana, a principios del año 2011, y Armandito ya no podía con su alma después de haber bebido por tres días seguidos.

Él  siempre andaba de bronca en bronca, nunca se dejó de nadie, y nunca por ninguna razón perdía su estilo de “Mauricio Garcés”(según él), y aún como se encontraba de alcoholizado siempre trataba de pegar chicle con Julia, la cuñada de Santiago, un conocido revendedor de boletos de la colonia.

Armandito usaba todas sus tácticas para impresionar y conquistar a Julia, y la noche anterior estaba tan entrado que no se dio cuenta del auto en color blanco que acababa de estacionarse al lado de la camioneta de Santiago.

De la parte trasera de la camioneta salió un joven de la misma edad que Armandito, de unos 20 años aproximadamente.Armandito lo reconoció al verlo, era: Raúl, un sujeto con el que tenía problemas, y no solo con él, sino con toda su familia. Días antes, Armando le había propinado una golpiza a Eduardo, uno de los hermanos mayores de Raúl que no tardó mucho  y rápido hizo saber a Armando el motivo de su presencia.

— Dice mi hermano que si te le pegas un tiro— le dijó Raúl.

Armandito confundido y sin comprender bien lo que sucedía, se rio y dijo: 

— Pues tú dirás a cuál de todos.

Pobre Armandito, pensó que Raúl iba solo.

Entonces se escucharon voces a su espalda y Armandito volteó, viendo que, en un abrir y cerrar de ojos, ya tenía un puño justo enfrente de su ojo. El impacto surtió efecto, pobre Armandito cayó de puro culo, y cuando hizo el intento de pararse, una lluvia de patadas cayó sobre su persona, era Eduardo, quien días antes había sido víctima de unas patadas y los puños de Armandito. Venía a desquitarse, bueno, venían porque entre los dos le dieron la zapatiza de su vida, o al menos eso pensaba él.

Eran aproximadamente las once de la mañana, su día estaba comenzando y estaba lejos de terminar.

Nadie se metió a ayudarlo. Ya cuando lo dejaron de golpear, el pobre terminó todo arrastrado, la mitad de la cara la tenía inflamada, mientras de su ceja y nariz brotaba sangre; la cual hacía ver más brutal la golpiza que recibió.

Los agresores se fueron, pero Armandito no pensaba dejar las cosas así. Cegado de furia salió corriendo en dirección a casa de su amigo y socio: “el gordo”, y digo socio porque según ellos asaltaban a mano armada y andaban en la venta de marihuana, ambos contaban con armas de fuego para cualquier situación, y esta vez no era la excepción.

Justo a la vuelta de la casa de el gordo vivían los agresores junto con toda su familia.

Armandito decidido por la rabia y la golpiza que acababa de recibir, le pidió un arma a el gordo y este se la dio. Lo último que le dijo a Armandito fue:

— Gordo, Raúl y su familia ya se embarcaron, ahorita vuelvo, les voy a romper su madre. – Y sin decir más, salió corriendo en dirección a su objetivo.

Armandito llegó a la esquina de la casa del gordo y doblando a su izquierda: ¡Bingo!

Ahí estaban los dos hermanos junto con primos, tíos, sobrinos, hermanas, solo faltaba el perro; en pocas palabras ya lo estaban esperando.

Lo único que no tomaron en cuenta fue que Armandito iba armado y decidido a chingar a quien se metiera en su camino. La moneda estaba en el aire.

Javis

Antología de una inocencia colapsada

El día era como se espera que sea a finales de la primavera, caliente y con algunos ligeros descansos que permite el viento. La familia tomaba las providencias necesarias para el anochecer, y nos asignaron a mi hermano y a mí el traer de nuevo al corral al borrego cimarrón que tenía por costumbre salir del lienzo. Como se puede esperar, el animal estaba lejos de casa. Mi hermano de ocho años de edad se llevó un chicote para arrear al borrego.

El camino estrecho permitía que uno caminara por delante, y por supuesto que siendo dos años menor, yo fui caminando detrás de mi hermano. Me asomaba por un costado en vano, ya que las hierbas de aproximadamente un metro de alto al pie del camino caían en ambos lados y hacían más estrecho el espacio.

Nos encontrábamos ya cerca del rebelde cuando, sin más, se escuchó el peculiar ruido que hace algo delgado que se arrastra. Mi hermano no decía nada, no hizo falta, logré ver a la serpiente que pretendía cruzar, pero al notar nuestra presencia giró como para atacar, o eso supusimos.

Salí corriendo con tal fuerza que nunca me rebasó mi hermano. Él corría tras de mí y gritaba, ‘¡Ahí viene, córrele!’ Me pareció una eternidad, hasta que por fin llegamos a la puerta de la casa donde nuestro abuelo nos veía aproximarnos, y preguntó:

_ “¿Qué pasó?, ¿Dónde está el borrego?, ¿Qué traen?”

 Con miedo y sin aliento respondimos: 

_“¡Nos persigue una culebra!’ 

Mi abuelo se agachó a agarrar el chicote que se atoró en el pantalón de mi hermano y preguntó con tono alegre:

_ “¿Esta?”

 

En ocasiones el temor nos impide iniciar algo. También, el miedo nos hace dejar algo y no se trata sino de un supuesto o algo inexistente. No temas demasiado y no le des al pánico poder sobre tí, así no saldrás corriendo por nada o sin razón.

 

En aquella época mi familia y yo vivíamos tranquilamente, abastecidos por el fruto de la tierra fértil y el trabajo duro. Con un río cerca de casa y mucho campo hasta el horizonte, mis hermanos y yo no teníamos límites para la diversión. La época de siembra se aproximaba y no dejé pasar la oportunidad, con toda la fe depositada en la experiencia de haber observado cómo regaba mi pequeña parcela con dedicación. Con amor, fui testigo del desarrollo de las plantas y con admiración me deleité de la maravilla biológica que tenía frente a mis ojos.

Un buen día, mi madre se encontraba lavando. Mis plantas ya presentaban lo que se conoce como ‘muñecas’, un capullo de hojas verdes y en la parte superior un manojo de pelos color amarillo-dorado. Tras la petición de mamá, me levanté de mi celosa guardia y ayudé a transportar una tina con ropa. Considero que no demoré, sin embargo, al volver observé con horror la escena. Dos vacas destrozaron de un bocado aquello que anhelé y se retiraron mascando mi éxito. Pegado al suelo solo dejaron el recuerdo de lo que no será. Las plantas que con orgullo se erguían no me harían ganar dinero ni alimentarían a mi familia por un mes, es cierto, pero era mi primera cosecha, fruto de mi esfuerzo y dedicación. Nada de eso importaba ya. 

Me llené de ira, deseé venganza por la muerte de mis ‘muñecas’ y con el impulso del odio traté de lapidar a esas vacas por el eloticidio. Tiré rocas contra ellas y los ladrillos se convertían en polvo al contacto con sus cráneos, y solo emitían un ‘muu’ perezoso que en mis oídos era como carcajadas. Era peor con las rocas que daban en la parte trasera del animal, pues con sus peludas colas parecían sacudirse el polvo. No era posible, además de haber comido mis milpas, las vacas me hacían bullying. Me sentía tan mal.

 

Puedes ponerle el corazón a eso que quieres, pero si te descuidas un momento, alguien podría quitártelo para satisfacer sus necesidades.

 

Muy de mañana, después del almuerzo, salimos rumbo a la parcela de la familia. Cruzamos el río, ese río donde mi madre lava ropa, donde habitan los bagres, chacales, almejas y otros peces con los que nos deleitamos en casa. Este río normalmente mide unos ocho metros de ancho. Mi tío, que en ese momento tenía veintiséis años, solo se mojaba abajo de la cadera estando dentro de él.

Ese día salimos mi abuelo, mi tío, dos primos, mi hermano y yo, cruzando para trabajar la tierra del lado fértil del río, ya que en el otro lado la tierra era poco productiva debido al mar y su arena, sin embargo, era ahí donde habitaba mi familia.

Nos interrumpió una tormenta y cuando cesó, mi abuelo decidió partir, pues el cielo se veía amenazante. Tomamos el camino de diez minutos para llegar al río, que se alimentaba de las laderas que dejaban caer lo que la lluvia depositó en la sierra. El río arrastraba piedras, lodo, troncos, ramas y árboles completos, todo en una corriente de treinta metros de ancho y un rugido furioso que solo evidenciaba lo letal que podía ser, de tomarlo a la ligera. “¡Cruza a los muchachos!”, le ordenó mi abuelo a mi tío. Nos subieron al caballo que nos acompañaba. Quedé primero, me agarré de los pelos del animal lo mejor que pude y con las piernas traté de abrazarlo, pues no se abarca mucho con un cuerpo de seis años de maduración. Detrás de mí sentaron a mi primo de ocho años, con el afán de resguardar en la silla del caballo al más delgado de los cuatro. Entre los dos niños mayores, sus ocho años y la fuerza del miedo debían conseguirlo.

Mi tío, con la rienda del caballo en una mano, nadó junto a este con los cuatro infantes trepados encima, y con él se protegió un poco de la corriente. Logramos avanzar unos ocho metros cuando, sin más, el caballo giró sobre su costado y con las patas al cielo, no hubo manera en que pudiera estabilizarse. Mi abuelo gritó: “‘¡Los muchachos!”. Mi tío se sumergió y sacó al más pequeño, los demás fuimos escupidos a la orilla gracias a que el cauce se hizo un poco más angosto. Mi primo fue salvado por la pericia de mi tío, solamente con algunas raspaduras en brazos, rodilla, espalda y cara. Al jamelgo le tocó bailar con la más fea, pues sus patas estaban cortadas por las rocas, por lo que se descalabró y se lastimó las orejas. Fue arrastrado unos veinticinco metros hasta que logró salir, y su silla se rompió en dos partes.

Caminamos río arriba unos cuarenta minutos y en una parte plana, se formó una laguna donde el agua no corría con tanta fuerza en lo profundo, por lo que cruzamos y conseguimos llegar a casa.

En casa, nos embarraron lodo en las peladas y al caballo le administraron plastas de azúcar en las heridas, y todo salió muy bien. Tal como pronosticó el abuelo, por la noche hubo una tormenta descomunal y ruda. Cascadas del cielo inundaron la tierra, el viento silbaba molesto, y algunos árboles débiles fueron arrancados.

 

A la naturaleza no se le puede tomar a la ligera, y la naturaleza del ser es creer que todo lo puede por el simple hecho de creerlo, sin contar con preparación ni las herramientas necesarias. La arrogancia y el orgullo no son peldaños, son rocas que pesan en la espalda del ser y tarde o temprano lo harán caer aparatosamente.

Solorio

Dolor compartido

¿Por dónde empezar? No lo sé, por el momento han pasado tantas cosas que mi cerebro está desconectado, no manda señales suficientes para que mi mano derecha tome el bolígrafo y comience a escribir cuando yo lo pido, pues mis ideas se encuentran un poco revueltas. No puedo pensar claramente.

 

¿Por dónde comenzar? Muy buena pregunta. Hace apenas unos días miré en el noticiero una nota sobre una nueva enfermedad llamada COVID-19 originaria de China, la cual rápidamente se propagó por todo el mundo en cuestión de días, como si hubiese caído una lata de pintura sobre una sábana blanca, dejando daños irreparables. La preocupación por el bienestar de mi familia me embargó. Por otro lado, mi abuelo materno estaba muy enfermo debido a una embolia que lo dejó postrado en cama. Él ya había sufrido un par de estas anteriormente y mi familia estaba muy preocupada. Tomé el teléfono y llamé a mi madre:

 

Hola, mamá, ¿Cómo estás?

— Muy bien, hijo, estoy con mi papá— dijo ella.

 

Obviamente noté que quería disimular su tristeza para no preocuparme, y le pregunté cómo se encontraba mi abuelo. Bien hijo, se está recuperando— me respondió, pero yo ya sabía perfectamente la gravedad del asunto. Hablé con mi madre profundamente, buscando prepararla para lo peor.

 

— Mamá, tenemos que pedirle a Dios que ayude a mi abuelo, que sea lo mejor para él, pero de antemano sabemos que está sufriendo mucho. Ya tiene tiempo así y no responde, pero Dios hará lo mejor por él, y tú tienes que ser muy fuerte por lo que pueda suceder. Sabes que estaré al pendiente y no te dejaré sola. Aunque no esté a tu lado en persona, mi pensamiento está contigo. 

 

Y así hablamos por algunos minutos. Esa tarde colgué pero me quedé un poco inquieto. Al día siguiente marqué de nuevo y contestó mi hermana.

 

— Hola, hermano, ¿Cómo estás? Mi mamá se fue a descansar. Se quedó a dormir aquí en casa de mi abuelo para cuidarlo, pero se acaba de ir a la casa— dijo, y continuó— Hermano, ¿sabes?, sería bueno que hables con mi abuelo para que te escuche. No abre los ojos, pareciera que está dormido. Despídete de él.

 

Al escuchar eso sentí un nudo en la garganta y respondí:

— Claro que sí, acerca el teléfono a su oído por favor. 

 

Me dirigí a él: “Papá Rosario, perdóname por no estar ahí contigo en estos momentos, pero quiero que sepas que siempre te he admirado y te quiero mucho, perdón. ¿Sabes? Disfruté mucho convivir contigo, gracias por todo. Tengo muy buenos recuerdos tuyos y daría todo por estar ahí. Siempre fuiste un hombre fuerte y quisiera saber que te recuperarás. Esta vez quiero decirte que luches si así lo deseas, sin embargo, no sé qué tanto estés sufriendo, y si quieres abandonar la batalla y darte por vencido solo hazlo”.

 

Brotaron algunas lágrimas de mis ojos en ese momento y pude escuchar su respiración agitada. Minutos después, mi hermana tomó el teléfono. 

 

— Hermano, ¿qué le dijiste?— escuché que mi hermana entre lágrimas me preguntó— Se le salieron unas lágrimas a mi abuelo y no deja de mover los ojos.

 

No pude contestar nada, me despedí y solamente le dije: Dale un beso de mi parte.

 

— Hijo, dejé morir a mi papá, lo dejé morir hijo— Al escuchar estas palabras de mi madre con su voz desgarrada por el dolor y el llanto, sentí que me arrancaban el corazón y que mi vida se rompía en mil pedazos. Eso detonó mi impotencia, quería romper los muros de la prisión y correr hacia mi madre para estar a su lado y darle el apoyo que necesitaba, pero claramente eso no era posible. Odiándome con tanta rabia por estar aquí y no poder aliviar su dolor, suspiré y me tragué todos mis sentimientos para que mi madre pudiera encontrar algo de tranquilidad.

 

Le dije: “Mamá, perdón por no estar ahí, no hay nada que pueda hacer para que alivies tu pena. No te culpes, mi abuelo ya no está sufriendo. Tienes que ser fuerte, no te derrumbes, estoy aquí contigo, escúchame”.

 

— Sí hijo, lo sé. Tú nunca me dejarías sola, sí me haces falta— respondió.

 

— Lo sé mamá, pero estoy aquí, no estás sola. Por favor sé fuerte, te necesito madre, sé fuerte— Solo pude imaginarme estar presente en un triste cortejo fúnebre ese día.

 

Es increíble el rumbo que pueden tomar las cosas tan rápido, pues días atrás esperaba la visita de mi madre, y repentinamente todo cambió. Ese mismo día se presionó el botón de (pánico) emergencia en el estado a causa de la pandemia y las visitas a este lugar quedaron canceladas hasta nuevo aviso. Después de varios años sin sentir el paso del tiempo en prisión, este asunto me hizo sentir lo cruel y frío que es el encierro, el no tener visitas y el saber cuánto estaba sufriendo mi madre sin poder verla para apoyarla, consolarla, abrazarla y hacerle sentir que nunca la dejaré sola.

Mario

Encuentro

Yo pensaba que se trataba de una noche común. Mi hermano intentó convencerme varias veces de salir ‘a dar la vuelta’ al centro. La ciudad conserva la misma costumbre de un pueblo, la de dar varias vueltas en el jardín público. Finalmente acepté, sin imaginar que esa decisión cambiaría mi vida. 

Me aventuré a pesar de ser un muchacho muy tímido y de escasa plática. Llegamos a unos puestos conocidos como kiosquitos (porque se asemejan a los kioscos de los pueblos). Ahí venden discos, dulces típicos, revistas, platería, etc. Nos dirigimos al área de juegos y chocomiles para degustar lo que preparaban las muchachas jóvenes que trabajaban ahí. 

Nos recibieron con unos bancos con figuras de alambrón y asientos de madera barnizada sobre un piso adoquinado en color rojo con formas hexagonales, un pretil decorado con azulejos pequeños en color verde espejado que rechinaba de limpio. Al sentarme, aprecié la habilidad de alguien de acomodar tanto en el local. El lugar se adornaba con un exhibidor de papas y galletas de marcas famosas, una torre de tres pisos de diferentes diámetros, también hecha de alambrón, para contener diferentes frutas y electrónicos propios del negocio. Por el espacio reducido del local, en que apenas pasa uno de lado, la hielera grande de madera, algo deteriorada por el paso del tiempo, se quedó afuera. En la pared había una repisa ancha donde reposaban botes de plástico transparente que guardaban diferentes complementos, a un costado una tarja para el lavado de manos y trastes con escurridores. Arriba se había instalado otras repisas para acomodar los vasos y copas de diferentes tamaños y demás utensilios, así como un espejo grande. Tres cortinas de aluminio dorado se abrieron hacia arriba y en el piso había una tarima de madera para evitar mojarse los pies porque el agua se encharca. La buena obra mexicana y claro, la calidez con la que nos atendieron las jovencitas, me trajo una sonrisa de satisfacción. 

Sentado en un banco sin darme cuenta quedé frente a una chiquilla que en ese momento lavaba los trastes. Por la radio la acompañaba Pepe Aguilar con su éxito “Por una Mujer Bonita”.

Pedí un biónico con papaya, plátano y pera aderezado de la riquísima crema espesa receta exclusiva de una trabajadora y acompañado de su amaranto, cacahuates naturales horneados, lunetas de yogurth y corazoncitos de colores y para rematar su toque de miel. Mientras esperaba mi pedido, no dejaba de mirar a esa niña que robó mi atención, solo salí de mi estupor cuando mi hermano le dijo, “Dice mi hermano que ¿cómo te llamas?” “Que me diga él,” respondió sin hesitación. 

La respuesta me dejó sin sentido, pero un ser se apoderó de mí en ese preciso momento y se despertó una sensación que me dijo “algo bueno va a suceder.” Cayó un poco de timidez para abrir una plática nerviosa que duró mucho más que mi biónico y hasta acompañarla a su casa.

Sigue siendo uno de los momentos más maravillosos que Dios me ha concedido vivir. Cada vez que recuerdo me transporto al mismo banco, con las mismas sensaciones y revivo la prueba del poder de ese ser. 

A pesar de tantas adversidades y años, esta bella mujer sigue conmigo. Estoy convencido que Dios nos presentó y le agradezco en todo momento por haber cruzado nuestros caminos.

Eduardo