El yin y el yang, el positivo y el negativo, el blanco y el negro, la luz y la oscuridad. La eterna división en la que algunas filosofías se basan y al final puede ser tan simple como que son parte de lo mismo. Con el negativo y el positivo tenemos una batería; con el blanco y el negro conseguimos tonalidades de gris; gracias a la luz y oscuridad podemos disfrutar del eclipse solar. Es un espectáculo sin igual, sobre todo cuando se tiene alrededor de 10 años de edad.
En el noticiero aseguraban que no lo podíamos ver; seguíamos la nota en la TV. Cuando de pronto notamos la agitación de las aves, salimos a la cochera y se percibió que la temperatura descendía. La interrupción de la sensación de la soleada tarde se extinguía, solo era un recuerdo.
Era prácticamente de noche a las 3 de la tarde, nunca antes había visto las luminarias de la calle apagadas de noche, era como estar parado en la cochera de la casa a las 3 de la mañana y a esa edad, esa sí que era una experiencia.
Pensé en entrar por un suéter, pero supuse que si entraba a la casa me perdería de algo; no me arrepentí, la sensación cambió al otro extremo, era el mismo sereno que normalmente me acompañaba camino a la escuela, solo que un poco más intenso y mucho más breve. Sin pasar por alto las vastas recomendaciones de no ver directo al sol, viví la puesta de sol y el amanecer en unos pocos minutos. Tuve emociones, entre ellas incertidumbre por el imponente espectáculo natural y porque no comprendía el suceso. Volteé a ver a mi madre y percibí asombro, gratitud por poder presenciar el fenómeno, y tranquilidad. Es un bello recuerdo que guardo conmigo y en el que mi madre está presente con tal vez el mismo asombro que hubo en mi ser.
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Si el pasado provocó el presente y el presente planea el futuro, es el pasado el que bien puede reflejar el futuro.
Cuando el sol permitía que la temperatura bajara, nos reuníamos en una cancha de fútbol y lo mismo pateábamos el balón y con él una piedra que un montículo de tierra. Las porterías en los postes eran de un alto diferente al centro y no era el travesaño, era la pisoteada casi escarbada zona del portero. La mitad de la cancha daba la impresión de ser cancha de arena, la otra mitad cualquiera diría que es un camino por el cual transitan caballos y carretas; esto favorecía la velocidad y para nada las caídas.
Era común jugar en ese espacio salvo por los fines de semana que observábamos jugar a los veteranos. Solía ser un centro de aprendizaje porque ante la carencia de velocidad y resistencia tocaban el balón de forma eficiente y elegante. El grupo de amigos nos divertíamos con poco y reíamos en grande.
Me dirigía a encontrarme con ellos y observé a la distancia sus miradas, cada una en un ángulo diferente, carentes de movimiento, sus rostros no tenían expresión y no invitaban a la convivencia. A unos pasos de ellos, se me ocurrió la fantástica idea de comprimir mi algodón de azúcar y cuando caí en cuenta de la tontería que había hecho, solo tenía una bolita rosada de azúcar del tamaño de un borrador de migajón; la realidad es que notaron mi cara tristísima y con ello aporte el material para las risas. Por mi pobre intento de expandirlo, lo único que conseguí fue comer mi algodón de azúcar a pellizcaditas. Por supuesto no sabía igual, sin embargo, a los 12 años de edad eso no es tan importante.
Hay quien asegura que el hombre madura cuando deja de sorprenderse, pero yo considero que cuando el hombre pierde la capacidad de sorprenderse, una parte de él muere. El niño interno, la parte emotiva, aquello que nos permite reír con poco, el simple factor feliz.
En este momento, cuando tenemos nuestra hora de deporte, ahora es un grupo de adultos que jugamos basket y lo hacemos por diversión, sin llevar cuenta del daño en el marcador; solo es nuestra salida al estrés cotidiano del lugar y se puede dar rienda suelta a correr, así como si fuese un escuincle jugando a ser grande.
Si algo pudiera decirle a ese niño sería: Trabaja hoy para que seas el adulto que merece un niño como tú.
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El sol era inmisericorde, el viento se dejó llevar por el egoísmo y no pude evitar notar la complicidad del concreto de la banqueta y las suelas de mis zapatos. El verano en la ciudad no es un buen compañero para ir rumbo al trabajo, y menos aún cuando llevas de la mano la frustración de ir con el tiempo demasiado justo. A la espera del transporte público, noté que alguien caminaba rápido, más que los demás y eso no era de llamar la atención.
Sus zapatos de viejito, esos que parece que al seleccionar se piensa: ¿Los quiero cómodos o bonitos?, se veían muy cómodos. Un pantalón de mezclilla y una camisa cuadriculada en manga corta y el problema, estoy seguro, no era falta de espejo en casa. La guitarra que descansaba en su espalda rebotó cuando una caja gris lo detuvo en seco al impactarle el pecho; el hombre dio dos pasos hacia atrás. Quise aproximarme a ofrecer algún tipo de ayuda, sin embargo, fue él quien me ayudó.
No me moví, no pude. Tras pasarse la mano por el pecho un par de veces, se acomodó las gafas oscuras y la guitarra y “observó” el porqué de su error; su rostro dejaba ver el ceño fruncido, la cabeza ligeramente inclinada a la derecha y su mano derecha la que sostenía un bastón plegable de aluminio con una ruedita metálica en el extremo inferior, se movía lento hacia adelante y a los lados. Ese movimiento suavecito le permitió darse cuenta de que la caja en color gris con líneas de teléfonos de México estaba sostenida con un poste y su bastón no lo percibió.
El hombre al parecer comprendió lo sucedido y se rio, moviendo la cabeza de un lado a otro, como quien busca algo que tiene en la mano. No parecía molesto; se alejó con el mismo andar seguro y paso firme, a prisa y con una sonrisa. Justo la bofetada que necesitaba para reaccionar, eso necesitaba y eso obtuve.
Existe la creencia de que con la prueba viene la solución, que con el fracaso viene la enseñanza. Sin embargo, una gran verdad es que quien quiere aprende, aún en la experiencia ajena.
¿Cómo puede un discapacitado visual enseñarme a ver? Estoy seguro de que aquel hombre ya había caminado el trayecto, de lo contrario no creo que llevara ese rápido andar, aun así consiguió conocimiento nuevo de lo ya recorrido.
Siento cierta tristeza pensar que el hombre nació sin poder ver, ¿De qué manera le describo el azul de la inmensidad del cielo?, ¿Cómo le muestro con palabras una puesta de sol cuando baja y parece ocultarse en el vasto mar y sus múltiples colores?, ¿una aurora boreal?, ¿un eclipse de sol?
Aunque pensándolo bien, él sentiría lástima por mí, seguro me diría: ‘Tú, con los dos ojos sanos eres incapaz de ver. ¿De qué manera te explico cómo se utiliza la perseverancia, cómo se adquiere el optimismo aún en la carencia, de dónde se saca el valor de vivir a pesar del dolor? ¿Cómo te hago entender que la auto comparación estorba al igual que la arrogancia y envidia?’… y tendría razón.
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Cuando por las tardes padre e hijo salieron a caminar, al regreso a casa el pequeño renegaba, trataba de convencer al padre para que lo llevara en brazos a casa argumentando cansancio. Un buen día sucedió lo esperado: El adulto le dio a su hijo un caballito de palo.
El niño feliz tomó el caballito y como si lo montara corrió por todo el trayecto en distancias cortas, iba y venía corriendo, recorrió una distancia muy superior a lo que caminó el padre. El caballito de palo le dio ánimo al joven y de cierta manera lo fortaleció para seguir adelante y llegar a la meta, que era su domicilio.
En la base de lo que soy, en la raíz de mi ser, mi caballito de palo es mi madre por su ejemplo de toda la vida y la congruencia entre sus actos y lo que dice. Mis hermanos tienen ese poder positivo y alentador sobre mí, en el sentido en el que deseo dar un buen ejemplo, lo más digno posible, muy a pesar de mis errores y tropiezos.
Ese hombre invidente que no sabe de mi existencia y nunca supo que lo vi golpearse, tampoco sabe que hoy, 20 años después, se cuenta esa anécdota y se saca una enseñanza. Ese hombre sin saberlo me dio ánimo.
Es cierto que ‘choqué’ por ‘no ver’, sin embargo, camino con una sonrisa y obtengo fuerza de mi familia y ánimo de varias personas, y como de todos se aprende, de algunos obtengo un ejemplo y experiencia.
El ciclo vital es solo un suspiro, la vida pasa en un parpadeo y le cedo toda la razón a Oscar Wilde, quien aseguró que el hombre envejece muy rápido y para cuando obtiene experiencia es demasiado tarde.
Desde la reclusión de mi cuerpo, habla mi pasado y muestra un pasadizo por el que sale mi mente y emanan emociones que intentan humanizar a un ser que cometió un error que dañó a los de su casa.
Es de noche, está oscuro, pero veo la claridad del pasado mezclada con la luminosa esperanza del futuro; tal como fue sentir el frío de la noche y la caricia del fresco amanecer en unos minutos, solo espero a que como creían los antiguos, el sol venza a la luna y todo estará bien o mejor que antes. Mi familia sigue conmigo y conocí personas que ven con objetividad los problemas, trabajan por un futuro y disfrutan del hoy.
Solorio
